En los días anteriores a Semana Santa, un grupo de alumnos de 4º de ESO viajaron a Bath (Gran Bretaña). Una de las profesoras que los acompañaron, Eva Bravo, relata las vicisitudes de este viaje lleno de imprevistos.
Día 1: Salimos de Córdoba en autobús un jueves lluvioso y frío a las seis y cuarto de la mañana camino del aeropuerto de Málaga, donde debíamos coger un vuelo de EasyJet con destino a Bristol, Inglaterra. Follón en el mostrador con las tarjetas de embarque y el vuelo que sale con una hora de retraso, pero a las tres de la tarde, hora local, por fin hemos llegado a nuestro destino en Bath.
Algunos de los alumnos de intercambio ingleses están realizando una actividad, por lo que nos quedamos en el colegio hasta las cinco de la tarde esperando a que llegaran y mientras tanto aprovechamos para dar una vuelta por los alrededores. Ellos compran algo de comer, que siempre van famélicos, mientras los profesores aprovechamos para tomar un café, recibir algunos consejos de parte de los autóctonos y disfrutar de un rato de relax.
Finalmente nos dirigimos al hotel para dejar las maletas y decidimos cenar las típicas fish and chips en un local céntrico de la ciudad que nos recomendó la jefa antes de marcharnos. Muy buenas.
Día 2, viernes: Recogemos a los alumnos a las ocho de la mañana con idea de conocer un poco más de la ciudad en la que nos encontramos. Visitamos los Baños Romanos, la Abadía, el Puente de Pulteney, el Circus o el Royal Crescent, salpicado todo con incesantes paradas para comprar o consumir comida, porque estos críos son un saco sin fondo.
A las tres de la tarde los llevamos de vuelta al colegio para que pasaran el fin de semana con los alumnos de intercambio y descubrieran los entresijos de la vida diaria de una familia inglesa.
Días 3 y 4, sábado y domingo: La previsión meteorológica avisa de temperaturas muy bajas y riesgo de nevadas. Efectivamente, a lo largo del fin de semana los termómetros oscilan entre los -2ºC de mínima y los 2ºC de máxima, pero la sensación térmica es de siete u ocho grados bajo cero. A media tarde del sábado comienza a nevar y se mantiene hasta la mañana del domingo. Botas, guantes y gorros. Parecemos pingüinos.
Día 5, lunes: Ha estado nevando con bastante intensidad durante la mayor parte de la noche, por lo que el consistorio municipal ha decidido suspender las clases en parte de los colegios e institutos de la ciudad, especialmente aquellos que se encuentran en las faldas de las colinas. La presencia de hielo en las carreteras dificulta la llegada de los alumnos a los centros. A las siete menos veinte de la mañana nos avisan de que ese día no habrá clase y los alumnos permanecerán con las familias de intercambio. Ellos encantados. Muñecos de nieve y guerra de bolas. Pero nos vemos obligados a cancelar la excursión a Oxford, que era uno de los platos fuertes del viaje. Nos ponen en lista de espera para visitar el Christ Church el miércoles, pero no nos dan muchas esperanzas porque la lista es muy muy larga.
Hasta Stonehenge tirita de frío.
Día 6, martes: Nos dirigimos en tren a Bristol para pasar el día. Una vez allí visitamos el Puente Colgante de Clifton, el SS Great Britain (un trasatlántico británico del siglo XIX), subimos a la torre de Cabot desde la que se observa una gran panorámica de los alrededores, entramos en la catedral y en la Iglesia de Santa María de Redcliff y en general paseamos por la ciudad tratando de contagiarnos un poco del ambiente que se respira. La jornada se ve ensombrecida por el hecho de que una de las alumnas no se encuentra bien, pero finalmente conseguimos solventar los problemas y regresar a Bath a la hora prevista.
Día 7, miércoles: Es nuestro último día en Inglaterra porque mañana por la mañana tenemos que coger el vuelo de regreso a España. No hay noticias de Oxford, pero decidimos hacer la visita a pesar de todo, aunque no podamos visitar el Christ Church. Pero de camino a la estación recibimos un mensaje de la agencia de viajes informándonos de que el vuelo se ha cancelado debido a la huelga de controladores en Francia. Tratamos, frenéticos, de buscar alguna solución, y las intensas negociaciones a tres bandas provocan que perdamos el tren a Oxford y nos veamos obligados a suspender la visita por segunda vez. En el tenso ambiente que se respira pensamos que sería buena idea llevar a los alumnos a Bradford-on-Avon, un pequeño pueblo de estilo medieval que se encuentra apenas a quince minutos en tren. En un principio nos vemos rodeados de caras largas, pero a medida que van pasando los minutos el ambiente se relaja, sobre todo con la promesa de volver temprano a Bath para que puedan disponer del resto de la tarde para ir de compras.
En Bradford-on-Avon visitamos las dos iglesias sajonas que se conservan, un granero que data de la Edad Media, y damos un paseo por la ribera del río hasta llegar a una antigua exclusa que todavía funciona de forma manual. Aprovechando que hay un pequeño bote que quiere pasar, algunos de los alumnos ayudan a abrir y cerrar las compuertas, generando una buena cantidad de risas en el proceso. Luego pasamos un buen rato en el parque y por último atacan el supermercado del pueblo, que creo que cerró por vacaciones después de nuestra intensa y frenética visita.
A eso de las tres de la tarde volvemos a Bath y nos desperdigamos por las tiendas de souvenirs en busca de recuerdos de nuestro viaje.
Pero la fortuna, la mala fortuna, vuelve a hacer acto de presencia a las cinco de la tarde. Volvemos a España. En autobús. Nos espera un larguísimo viaje de más de treinta horas y tenemos que recoger porque salimos esa misma noche. Todos nos dirigimos a nuestros respectivos alojamientos para darnos una ducha rápida y hacer las maletas. Tras un retraso de más de dos horas por fin salimos hacia España al filo de las diez y media de la noche.
Día 8, jueves: Atravesamos el Canal de la Mancha de madrugada subidos en uno de los ferrys. El amanecer nos sorprende a punto de atracar en Calais. “Ha sido mágico. Inglaterra a un lado, Francia al otro y el sol saliendo por el horizonte. Una de las cosas más bonitas que he visto en mi vida”, afirma una de las alumnas. El resto del día es una bruma de carreteras, peajes y estaciones de servicio. Las horas trascurren pero apenas si parecemos avanzar sobre el mapa. Francia se nos antoja eterna y España a treinta días de distancia. Dormimos, paramos, miramos por la ventana, dormimos y vuelta a empezar. El tedio y el aburrimiento se adueñan del autobús mientras los móviles se van quedando sin batería. Ya no hay casi ganas de comer. Casi.
A eso de las diez de la noche paramos cerca de la frontera, aleluya, para estirar las piernas y aprovechar para cenar algo. Nos impulsa la esperanza de que el despertar del nuevo día nos llevará a las puertas de casa. Nueve horas más de camino que finalmente se convierten en once. Llegamos agotados, pero felices de estar de nuevo en Córdoba sanos y salvos. Nuestros periplos entrarán a formar parte de la leyenda del instituto, y entre risas comentamos que seremos conocidos como “los del autobús”.
Ahora tenemos por delante una semana de vacaciones para recuperarnos y repasar los dos millones de fotos que hemos hecho con el móvil. Disfrazados de pingüinos en mitad del paisaje nevado.